El culto al poder en la Masonería
Una desviación absurda de la Gran Obra
La Masonería, con sus siglos de historia y su rico simbolismo, se presenta ante el mundo como una institución dedicada al perfeccionamiento moral e intelectual del ser humano. Su lenguaje, plagado de herramientas constructivas, luces y búsquedas de la verdad, apunta hacia un trabajo interior profundo, la llamada "Gran Obra" alquímica de transformar la piedra bruta del individuo en una piedra cúbica perfecta. Sin embargo, como cualquier organización humana, no es inmune a las tentaciones del poder mundano, surgiendo a veces una dinámica absurda y contraria a su esencia: el culto al poder por el poder mismo.
Esta desviación se manifiesta cuando la jerarquía interna, diseñada para estructurar el aprendizaje y la responsabilidad, se convierte en un fin en sí misma. El anhelo de ascender de grado, de ocupar cargos directivos o de ostentar títulos resonantes, deja de ser un símbolo de mayor compromiso con la obra y se transforma en una mera acumulación de estatus. El foco se desplaza desde el trabajo silencioso sobre uno mismo hacia la externalización de la influencia y el reconocimiento dentro de la logia o la obediencia, vaciando de contenido el verdadero camino iniciático. Esta distorsión puede extenderse más allá de los muros del taller, cuando la influencia adquirida dentro de la fraternidad se busca explícitamente como trampolín para proyectar poder en el ámbito político o económico externo.
La absurda contradicción estalla al contrastar este ansia de poder con los instrumentos fundamentales del masón. ¿De qué sirve blandir la espada flamígera del Guardatemplo si no se domina primero la escuadra de la rectitud sobre el propio carácter? ¿Qué valor tiene presidir una tenida si no se comprende que el martillo simboliza la fuerza aplicada con mesura para tallar la propia piedra interior, no para imponerse sobre otros? El poder buscado por sí mismo es un edificio levantado sobre arena, carente de los cimientos morales que la Masonería pretende construir. Resulta particularmente contradictorio observar cómo, en algunos casos, la fraternidad masónica, cuyo ideal es la unión universal basada en principios éticos, puede ser instrumentalizada por individuos que buscan tejer redes de influencia política o asegurar ventajas comerciales, confundiendo la cadena fraternal con una mera red de contactos útiles.
El núcleo de la auténtica tradición masónica, especialmente en sus corrientes más esotéricas y operativas, reside precisamente en lo opuesto: la Gran Obra. Este proceso alquímico no busca dominar a otros, sino transmutar las pasiones bajas (el plomo) en virtudes elevadas (el oro espiritual). Es un trabajo íntimo, paciente y a menudo invisible, que requiere humildad, introspección y servicio, no la exhibición de autoridad o la manipulación de voluntades. El poder que aquí se cultiva es el dominio sobre uno mismo, la luz que ilumina el camino propio y, por reflejo, puede guiar a otros. La búsqueda de injerencia en los asuntos políticos o la priorización de los negocios personales sobre el trabajo interior representan una inversión grotesca de este proceso, sustituyendo el oro alquímico por el vil metal y la influencia efímera.
El peligro del culto al poder externo radica en que alimenta el mismo ego que la iniciación pretende destruir y trascender. Las intrigas, las luchas facciosas, la ostentación de grados sin la vivencia correspondiente, y la búsqueda de influencia mundana dentro o fuera de la logia, son síntomas de que el "yo" inferior ha secuestrado el proceso. Se confunde la apariencia de sabiduría (los adornos, los títulos) con la sabiduría misma, que es fruto del trabajo constante y silencioso. Se olvida que el verdadero Maestro se reconoce por su ejemplo, no por su cargo. Cuando esta dinámica se proyecta hacia fuera, el riesgo es doble: se pervierte el propósito de la institución y se expone a la crítica justificada de que la logia se ha convertido en un club de poder o una camarilla que opera bajo un velo de secretismo para favorecer intereses particulares, ya sea colocando hermanos en posiciones políticas clave o facilitando negocios entre iniciados, todo ello al margen del mérito o el bien común.
La verdadera iniciación masónica no se mide por el grado alcanzado, sino por la profundidad de la transformación interior. Un Aprendiz genuino, trabajando con ahínco en desbastar sus imperfecciones, está mucho más cerca del espíritu de la Orden que un "poderoso" Soberano Gran Inspector General cuyo único mérito es haber escalado una estructura burocrática. La auténtica autoridad en Masonería emana del conocimiento vivido, la integridad demostrada y la capacidad de servir a la armonía y al progreso de los Hermanos, no al mando. Esta autoridad moral y espiritual es radicalmente incompatible con el uso de la membrecía como herramienta de lobby político o de enriquecimiento personal mediante acuerdos comerciales preferenciales entre hermanos que anteponen el beneficio propio al principio de fraternidad desinteresada.
Cuando el culto al poder por el poder se arraiga, la Masonería traiciona su esencia más profunda. Degenera en un club social donde se negocian influencias, o peor, en una estructura hueca donde se juega a ritos vacíos mientras se ignora el mandato central de conocerse a sí mismo y actuar con rectitud en el mundo. La luz simbólica se apaga, dejando sólo sombras que proyectan ambiciones personales. La "Logia" deja de ser un taller de constructores para convertirse en un teatro de vanidades. La injerencia en la política partidista o la utilización de la fraternidad como plataforma para negocios privados son manifestaciones extremas de esta degeneración, donde el símbolo del compás (que debería medir la justicia y la equidad) se tuerce para medir únicamente ganancias y cuotas de poder.
Por tanto, es imperativo recordar que la grandeza de la Masonería no reside en el poder que algunos puedan acumular dentro de ella, ni en la influencia que puedan proyectar fuera en esferas políticas o económicas, sino en el poder transformador que ejerce sobre el individuo que se entrega sinceramente a la Gran Obra. Rechazar el culto absurdo al poder mundano, en todas sus formas – incluidos los intentos de convertir la fraternidad en un mecanismo de presión política o en una red de negocios privilegiados – no es debilitar a la Orden; es, por el contrario, fortalecerla, purificándola y devolviéndola a su misión primordial: la construcción del Templo Interior del hombre justo y perfecto, piedra a piedra, con las herramientas de la virtud, el conocimiento y el amor fraternal auténtico, libre de intereses espurios. Este es el único poder que verdaderamente perdura y ennoblece, tanto al individuo como, por reflejo, a la sociedad que este individuo transformado contribuye a construir con desinterés y rectitud.